Voces del MAR
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© Juan Carlos Hernández, 2025
Se permite compartir fragmentos de esta obra con la siguiente atribución:
"Extraído de NIÑO: Historias de un Marino por Contar, por Juan Carlos Hernández. Más información: vocesdelmar.org".
Prohibido sin autorización escrita:
Para permisos y colaboraciones: info@vocesdelmar.org
Este libro está dedicado a:
"A la vida, el servicio y la memoria de José Manuel Hernández 'Niño', cuyo silencioso heroísmo en alta mar late en cada página de este libro.
Y a Téllez, su hermano y faro invisible, cuyos diarios y recuerdos nos devuelven la voz de los que lucharon entre las sombras de la guerra."
Primero, permíteme felicitarte. Al abrir estas páginas, te has embarcado en un viaje extraordinario, uno que te llevará a las profundidades de un capítulo olvidado, repleto de coraje y heroísmo silencioso. Este libro no es solo una crónica de guerra; es un tributo a los marineros cubanos cuyas vidas y sacrificios ayudaron a inclinar la balanza durante la Segunda Guerra Mundial.
A través de los ojos del hermano de "Niño", conocerás la vida a bordo de un motovelero, sintiendo el vaivén de las olas y el temor constante a los U-boats. Descubrirás en ellos el verdadero espíritu de camaradería y valentía que definieron esos tiempos.
Para la juventud cubana, este es un espejo de grandeza; para el mundo, es testimonio de que el valor no conoce fronteras. Mientras lees, espero que te inspires y descubras que cada página es un homenaje a aquellos que nos precedieron.
Te invito a sumergirte en estas historias que han estado esperando ser contadas. La historia y sus lecciones te esperan.
Este libro está respaldado por manuscritos originales y documentos históricos. Para explorar estos materiales en detalle, puede visitar el sitio web mencionado en la sección de Notas y Referencias.
El sol abrasaba el horizonte con su furia incesante, como si el cielo estuviera decidido a devorar la tierra. En la estación del Expreso de ferrocarril en Antilla, un pequeño municipio de la provincia de Holguín, Cuba, el aire vibraba con la densidad del calor. Los árboles inclinaban sus ramas, como si quisieran protegerse de la intensidad del sol que se derramaba en torrentes de luz dorada sobre el paisaje. Cada hoja que se movía, cada sombra que se alargaba sobre las vías oxidadas formaba parte de un mural que evocaba una época de grandeza y lucha. Pero ese tiempo ya no era el mismo.
En la estación, el ambiente era un murmullo de despedidas y sueños postergados, con rostros agotados por la vida y la guerra. Madres abrazaban a sus hijos, padres palmeaban espaldas con una mezcla de orgullo y temor, y abuelas regañaban a sus nietos por las mismas travesuras de siempre. La ansiedad flotaba en el aire, acompañada por el olor metálico del tren que se disponía a partir y el crujir de las viejas estructuras de madera.
Pero el aroma dulce y persistente de la caña de azúcar traía un eco de esperanza: aunque la guerra asolaba sus vidas, la tierra aún les ofrecía algo constante, un recordatorio de que, pese a todo, la vida seguía.
En medio de este bullicio, un joven marinero de 27 años, Téllez, se abría paso entre la multitud. Su rostro reflejaba la juventud desbordada, con la piel quemada por el sol y los ojos fijos en el horizonte. La guerra arrasaba Europa y el resto del mundo, dejando en Cuba una economía tambaleante. La escasez de productos y la caída de las cosechas hacían que los días parecieran eternos y difíciles. La pobreza era la norma en pequeños pueblos como Antilla, y las oportunidades de trabajo se desvanecían como el humo en el viento caliente.
Con determinación, Téllez se acercó a la oficina del jefe de la estación, conocido como Nava. Necesitaba urgentemente un trabajo, algo que le permitiera subsistir en un entorno que parecía haberse olvidado de la juventud y los sueños. Había oído que Nava, un hombre curtido por una vida dedicada a las locomotoras y lleno de historias que pocos se atrevían a contar, podía ofrecerle algo que lo sacara del atolladero en el que se encontraba.
La gente del pueblo hablaba de él en susurros, casi con respeto, pues en tiempos de guerra, los pequeños destinos se entrelazaban con las decisiones de los que tenían el poder de dar y quitar trabajo.
No se equivocaron quienes lo recomendaron. Nava, con su mirada seria y voz grave, le prometió que pronto tendría una oportunidad. Aquella promesa encendió una chispa de esperanza en el pecho de Téllez. La alegría que sintió fue evidente, un brillo fugaz en sus ojos que delataba su emoción, como si la vida, por fin, le ofreciera una salida de la incertidumbre.
Mientras aguardaba, se dedicaba a ayudar a sus colegas, sintiendo que la espera también formaba parte del proceso. Pero a los quince días, Nava lo mandó a llamar: el trabajo estaba allí, al alcance de su mano. Sin embargo, al día siguiente, un telegrama llegó con la firma de Panchito, cuyo nombre real era Francisco Bauza. Panchito había sido mucho más que un mentor para él; había sido como un padre desde que, siendo niño, fue acogido por Luisa Rodríguez y su esposo. Aunque no compartían lazos de sangre, Panchito lo había criado con el mismo cariño incondicional que dedicaba a su propio hijo, Niño.
La historia de esa familia estaba marcada por la tragedia y el amor. Cuando Niño nació, su madre, Elena, no sobrevivió al parto. Fue entonces cuando Panchito, desolado pero decidido, pidió a Luisa que se encargara de cuidar al pequeño. Cinco años después, Téllez llegó a sus vidas, y ambos niños crecieron como hermanos en Gibara, bajo la protección de Luisa y Panchito.
Para enseñarles valiosas lecciones de vida, Panchito solía llevarlos a la Bahía de Nipe, donde lanzaba una lata al agua con una moneda en su interior. "Quien regrese con la moneda habrá demostrado su habilidad para bucear y enfrentar los desafíos del mar", les decía con una sonrisa orgullosa. Esos momentos no solo forjaron en ellos un profundo respeto por el océano, sino también un vínculo fraternal inquebrantable.
El telegrama que ahora tenía en sus manos traía noticias de una oportunidad única: el motovelero Paquito se estaba preparando para un viaje hacia San Juan, Puerto Rico. Un destino que prometía nuevos horizontes, pero que también lo llevaba a reflexionar sobre sus raíces y las personas que lo habían moldeado.
La decisión no fue fácil. Téllez sabía que la oferta de Nava en el Expreso del Ferrocarril representaba estabilidad, una posibilidad real de iniciar un camino seguro en tierra firme. Pero el llamado del mar, de la vida en alta mar que tanto había anhelado, lo empujaba con fuerza. Decidió hablar con Nava. Con voz firme pero respetuosa, le explicó lo sucedido, dejando claro que, si su nueva aventura no funcionaba, regresaría sin dudarlo. "Gracias por tu confianza", dijo, mientras su corazón latía con fuerza, reconociendo el valor de la oportunidad que estaba dejando atrás.
El Paquito se mecía suavemente en el puerto de Antilla, un vals lento con el mar de la Bahía de Nipe. Téllez, parado en la cubierta, sentía cada movimiento como un latido en su pecho. El olor a sal y brea invadía sus sentidos, mezclándose con el sabor metálico del miedo en su boca. Cerró los ojos, dejando que el sonido de las gaviotas y el crujir de las cuerdas lo envolviera. ¿Estás ahí fuera, Niño? pensó, sus ojos escudriñando el horizonte en busca de su hermano. Mismo océano, diferentes guerras. ¿Qué verás desde tu barco de la U.S. Merchant Marine? ¿Los mismos peligros, las mismas sombras acechando bajo las olas?
Una semana antes...
Los pasillos de la Aduana, un laberinto de papel y sellos. Téllez avanzaba, cada paso resonando en el suelo de mármol gastado. "Motovelero Paquito", le habían dicho. Un nombre sencillo, casi infantil, como si el mar mismo lo hubiera elegido para él. ¿Cómo podía algo tan inocente llevarlo a través de un mar en guerra? "Firme aquí", dijo el funcionario, su voz monótona contrastando con el tumulto interior de Téllez.
De vuelta al presente, Téllez pasó su mano por la barandilla del Paquito, sintiendo la rugosidad de la madera barnizada. "Eres mi Caronte", murmuró al barco, "y yo, tu pasajero hacia lo desconocido".
El Caribe se extendía ante él, un espejo azul que reflejaba un cielo teñido de inquietud. Las islas, antes postales de paraísos tropicales, ahora eran puntos estratégicos en un mapa de conflicto. Cada ola podía ocultar un U-boat acechando en las profundidades, cada nube en el horizonte podía ser el humo de un petrolero en llamas, víctima de los lobos grises que infestaban el Caribe. En esos días, el mar no solo era un camino hacia nuevos horizontes, sino también un campo de batalla invisible.
"¿Recuerdas, Niño?" pensó Téllez, imaginando una conversación con su hermano ausente. "¿Cuándo soñábamos con ser corsarios como Francis Drake? Ahora el mar es más peligroso que en nuestros juegos infantiles. Tú, navegando con la USMM prácticamente desde que estalló el conflicto global, y yo aquí, a punto de zarpar hacia lo impredecible. ¿Quién habría imaginado que nuestras aventuras infantiles se volverían tan reales y peligrosas?"
La brisa marina agitó su cabello, trayendo consigo el aroma de aventura y peligro. Téllez cerró los ojos, permitiéndose un momento de vulnerabilidad antes de enfrentar lo que vendría. El sol comenzaba a hundirse en el horizonte, pintando el cielo de tonos cálidos que contrastaban con la fría realidad de un mundo en conflicto.
Téllez observó cómo las sombras se alargaban sobre la cubierta del Paquito, transformando lo familiar en algo misterioso y potencialmente amenazante. "Mañana zarpamos", se dijo a sí mismo, su voz apenas un susurro sobre el murmullo constante del mar.
"Mañana, este barco será mi mundo entero, mi prisión y mi libertad".
Y así, mientras la noche caía, Téllez se preparaba para una aventura que prometía ser tan vasta y profunda como el océano mismo. Cada milla náutica por recorrer sería un testimonio de su determinación y, quizás, de su audacia en un mundo transformado por la guerra, donde los incidentes armados entre potencias marítimas se habían vuelto más violentos y frecuentes.
Lo que Téllez quizás no comprendía plenamente en ese 1944, mientras su destino comenzaba a tomar forma entre las voces del mar, era que dos años antes, en 1942, el ministro de Defensa Nacional de Cuba, Arístides Sosa de Quesada, había firmado una disposición trascendental. Mediante el Decreto No. 1695, se establecían las bases para la participación de Cuba en la Segunda Guerra Mundial, específicamente en el ámbito marítimo.
Este decreto era consecuencia directa de un evento aún más significativo. En las sombras de la noche del 7 de diciembre de 1941, mientras el humo aún se elevaba sobre las aguas ensangrentadas de Pearl Harbor, Cuba se preparaba para dar un paso audaz. Con una determinación feroz y una lealtad inquebrantable, el 9 de diciembre, apenas dos días después del infame ataque, Cuba alzó su voz en un grito de desafío contra la tiranía del Imperio Japonés, declarándole la guerra.
La decisión de Cuba alteró el pulso de la isla. Los muelles, antes alegres, ahora palpitaban con tensión bélica. Pescadores vigilaban, barcos se volvían blancos. Para Téllez, el viaje en el Paquito prometía no solo nuevos horizontes, sino peligros inimaginables en un mundo al filo del caos.
Mientras las palmeras se mecían con la brisa del Caribe, una solidaridad férrea unió a los cubanos con sus vecinos del norte, demostrando que incluso la más pequeña de las naciones puede rugir con la fuerza de un león cuando la libertad pende de un hilo.
Téllez, frente al Paquito listo para zarpar, sentía el peso de la historia sobre sus hombros. Su viaje, aunque personal, representaba el coraje de una nación cuya grandeza residía en el espíritu indomable de su gente. Con cada ola que golpeaba el casco, su determinación crecía, consciente de que navegaba tanto por mares peligrosos como por las mismas corrientes del destino.
En la calma previa a la tormenta, una verdad lo invadió: el heroísmo de Niño, inabarcable como los horizontes que surcaban, no conocía fronteras. Cada milla recorrida, cada peligro enfrentado, lo acercaba a la esencia de su hermano y a su propia valentía. En este teatro de guerra en alta mar, su historia se entrelazaba con miles de otras, en un tapis de coraje que brillaba contra las sombras de la guerra.
A mis padres, Juan Manuel y Esther,
pilares eternos de mi existencia.
A mi tía Elena,
cuya sabiduría ilumina mis páginas.
A mis hermanos, Maritza, Tania y Daniel,
compañeros de vida en este viaje.
A Ileana, mi equipo en la vida,
por ser el faro en mis noches de tormenta creativa.
A Carlo y Roberto, mis hijos,
semillas de futuro en el jardín de nuestros sueños.
A Felipe Montes de Oca Llosa,
quien sembró en mí el amor por las palabras
y me abrió las puertas de la poesía.
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